miércoles, octubre 26, 2005

MITOLOGÍAS II

IV

A los pies de su castillo, Melilla pasea desnuda por una cala. Allí lo espera, con la mirada perdida en el horizonte. No es una superficie muy grande, suficiente para que quepan en ella todos sus anhelos.
Ha imaginado quinientos años su llegada. Unas veces montado a lomos de gaviotas, otras en una pequeña embarcación de plata, pero por encima de todas, se queda con la que le trae a su amado caminando sobre las aguas. Se acerca, apenas protegido por unas ramas de olivo, con el cabello enamorado de la brisa. A cada paso que da, las ondas se convierten en anillos que arrastran hasta ella el olor de los deseos. Entonces cierra los ojos y ríe, se acaricia los brazos y deja caer hacia atrás la cabeza.
Piensa que el día ha llegado, que por fin podrá tocarlo. Qué desgraciada si también le arrancaran la esperanza.
Cuando los abre, el mar sigue rumoreando ausencias.
Por qué gritar. Al dolor se le olvidó la queja.
Suspira, con el pecho temblón, y a pesar de su entereza – artificial como cualquier entereza - se deja caer agotada por la ilusión insatisfecha. Juega con la arena como la vida juega con su vida, deshaciéndola en el tiempo.
“Seguro que vendrá mañana, niña”, le dice la luna para consolarle el silencio. Las dos saben que es mentira, pero qué imprescindible para seguir viviendo.



V


Las primeras contracciones del sol rasgaban el rocío de los sueños.
La humedad retiraba serenamente la boca de los rincones de la noche.
Una leve brisa para el desayuno de los insomnes victoriosos.
Cuánta belleza en lo común, qué excepcional lo cotidiano.
Qué milagro en cada hoy para los que ven la vida un poco más despacio.
Un alarido en la mañana reseca el cielo mediterráneo. Está gritando una roca. Melilla se levanta sobresaltada de su lecho, apenas un fino camisón cubre su cuerpo, como ofreciéndolo al secreto.
Cuando se asoma al balcón el alma le da un vuelco. Confundido con la arena, las algas y la roca, en la cala hay un beso varado.
Baja veloz y lo toma entre sus manos. Respira débilmente, está agotado. Ella mira a ambos lados pero no ve a nadie. Siente que se le va, que se le enfría ante sus ojos. Entonces lo acerca hasta sus labios. Que muera por otra razón menos por la de sentir fracasado su destino.
Mientras va desapareciendo, las lágrimas de Melilla se mezclan con el oleaje, como el amor mezcla la sal de los amantes.
Llora por el beso y por tantos otros que no pudieron resistir el temporal de la distancia. Sabe que es él quien se los manda. Entonces ella envía el suyo para seguir creyendo un día más en la suerte.


VI

Los antiguos cuentan que cuando suena en la noche la canción del imposible, Chafarina, la sirena, se mesa los cabellos en la Ensenada de los Galápagos.
Hay, incluso, quien afirma haberla visto rociar su cuerpo con la arena, frotarse las escamas con la brisa mientras susurra melodías legendarias a las conchas.
Esa noche, en su alcoba, Melilla sabe que ha vuelto. No recuerda la última visita. Tal vez unos años, quizá milenios, o puede que siempre. Qué molesto trazarse la vida con las líneas del tiempo. De lo que sí está segura es de su persona, de la riqueza de la amistad. Ése era el verdadero tesoro escondido por los piratas de la vida.
La oye. Está cantando, pero su voz no es peligrosa. Los hombres han tergiversado la magia de su leyenda. Llenan de mentiras todo aquello que son incapaces de poseer, porque los hace sentir inferiores.
El canto de la sirena no conduce a la muerte. En cambio el de los hombres...
Cuando llega a la Ensenada la mira y se sonríen. Melilla trae el ánfora de plata que le ha ido llenando con la luz de las mañana. Se acerca y la va derramando por la piel de Chafarina hasta agotar su contenido. Los brazos, la espalda, los pechos, la cola. Apenas un par de gotas para sus ojos. Es el único capricho de la sirena, un poco de luz que le caliente la humedad del alma.

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